(Este escrito se permite tomar la película “Un método peligroso” como si fuese el registro de hechos que así ocurrieron. Sabemos que se trata de una trama ficcional, pero me ha parecido estimulante hacerlo así, para poder reflexionar a cerca de hechos que entiendo, son apasionantes).
La película es impecable. Uno imagina que así pudo haber sido Suiza (la patria querida de mi abuelito). Que así pudo haber sido el carruaje que transportaba a la “prisionera” a su destino psiquiátrico. Y que la joven rusa del cuento también era así de “loca” y así de bella.
Y que Jung también era así de esa manera, alto, elegante, suizo, dispuesto a ser un Psi diferente. El quería escuchar a su “rusa”. Quería tomar ese riesgo. No iba a atarla, no iba a maltratarla. Quería que le cuente. Como nosotros, cuando llega un paciente…
(“Contame una historia, mentime al oído…” tal cual canta el tango, si el lector no reprueba demasiado mi libre asociar).
Y Freud también pudo haber sido como lo muestra la película. Con su grueso cigarro, con su consultorio repleto de pequeñas cositas, de libros, de cartas, de papeles. Tampoco muy distinto al nuestro.
De algún modo es como si esta película nos permitiese “espiar” un nacimiento. La mariposa sale de la crisálida. La flor del brote – Discovery Chanel -. Nuestra profesión se teje ahí. En medio de esas pasiones. La paren esos hombres lúcidos pero nunca dioses…, La película los muestra.
Freud en su magnificencia desafiante, frágil e implacable al mismo tiempo. Jung altivo e infantil. Ferenczi solícito, acompañando. Las mujeres de la historia, bellas todas, todas frágiles o no tanto, inteligentes de modos diferentes. ¿Dónde habrá estado Lou Andrea Salomé por ese tiempo? ¿Enamorando a Nietzsche quizás? Es un bello nacimiento y uno puede aceptar que así pudo haber sido y enorgullecerse con ello. A pesar de los errores, de las pasiones tristes (¿Qué hubiese dicho Spinoza de todos ellos?), sobre todo las que se expresan en algunas manipulaciones relacionales repudiables.
Pero allí aparece el método que no existía. El que le otorga un espacio, una pertinencia a la cura por la palabra. Es una revolución increíble. De pronto alguien se da cuenta (centramos ese alguien en Freud, pero es toda una época, toda una cultura que lo produce) que en tanto seres “lenguajeantes”, inmersos en un conversar permanente, podemos usar el decir y el escuchar (y el entender) para sentirnos mejor. Con un método. Con un ritual que hasta tiene instrumentos, como un sillón, como un diván, como las dos sillitas que Jung, con cierta inocencia, ubica una detrás de la otra. Así su paciente va a poder contar mejor, asociar libremente. Así sigue las indicaciones técnicas de su, todavía indiscutido, maestro.
Y entonces comienza la historia. Y las discrepancias. Yo también tengo algunas, y quiero compartirlas en este escrito. Me quería meter en la pantalla, a terciar, a apoyar. A seguir viviendo este vivir profesional que me apasiona.
Sabina, la rusa es una niñita encantadora. Pero sólo entiende de mandar y obedecer. Sin tregua. Sus muecas son la vieja máscara que la afea pero que le sirven para alejar a otros, para defenderse y hacer más tolerable su infinito dolor. La locura la protege de algo que ella no puede manejar, que la supera por todas las aristas de su infeliz existencia. Y se aferra a ella.
Pero Jung logra que Sabina traduzca esas muecas en palabras. Lo hace con calidez y solvencia (¡cómo si la una podría funcionar sin la otra en psicoterapia!)
Sabina hace “travesuras”. Cuando Jung debe viajar y la “abandona” ella se mete literalmente en un pantano. Necesita de la presencia constante ese hombre sabio que la estabiliza y serena. No está medicada Sabina. Es la relación lo que de verdad la calma, y en ese contexto de contención inteligente que provee el terapeuta, la joven rusa desnuda su trágica historia.
Es una niña maltratada. Su padre la golpeaba impiadosamente y, en la consumación de la humillación más absoluta, hacía que le bese las manos con las que la había castigado.
Y aquí se produce la escena clave de esta historia.
La “niña” cuenta que eso termina gustándole. Que la erotiza, que hasta llega a “mojarse”
Jung es en ese momento, plenamente Freudiano. Y se zambulle en el erotismo de la escena a la que explica, justamente, desde esa sexualidad pervertida de la niña. Eso es la rusita, una niña perversa que confirma la teoría central del nuevo paradigma. Freud va a dejar de creerle a su neurótica. Por esa época ya debe estar haciéndolo y si no, lo hará pronto. Es “fantasía” de Sabina lo que ella relata.
La escena cambia brutalmente de foco. Ya no hay un padre terrible que golpea a su pequeña hija sin piedad.
Esa escena pasa de figura a fondo. Hay una niña que pervierte, desvía, su desarrollo sexual. Se torna masoquista. Tributa al Marqués. Y se dedica a seducir a su terapeuta que termina cayendo, y como, ante sus no pocos encantos, de rodillas literalmente.
La joven rusa mejora. Sale del loquero. Deviene terapeuta. Es bella y brillante.
Jung empeora. Su relación con Freud también. Discuten por el caso pero también por la autoridad y por el poder (que no son lo mismo). Luego diré algo sobre esto, es la parte “política” de la película. Pero quiero pensar la clínica que la película plantea.
Debo explicar desde donde miro todo esto.
Las teorías, libres creaciones de la mente humana como las definía Einstein, nunca son triviales.
Por el contrario, hacen a nuestra vida y en mayor o menor grado definen nuestro modo de acción.
La clínica se piensa desde un sistema explicativo, siempre tenemos uno.
Y hay dos momentos, el de la contención que el paciente siente o no que le otorgamos y el de la explicación a cerca de su sufrimiento.
Freud es un hombre del iluminismo. Para él los niños son pequeños manojos de instintos que la cultura debe moldear y enseñarles a reprimir, justamente para reproducirla. El complejo de Edipo es su construcción teórica más acabada en ese sentido.
¡Es la aceptación d e su culpabilidad que lo lleva a auto infringirse la ceguera, lo que redime al desdichado Rey Edipo! En el mejor de los casos, la sepultura es parcial y la “miseria neurótica” inevitable.
Freud centra su mirada en la sexualidad del niño. Es el mundo adulto el que lucha contra el “infantil sujeto”, mientras lo padece. Los varones. Y las niñas peor. Envidian el pitito de su hermanito o el pene potente de su padre.
Devenidas mujeres andan por ahí, intrigando o sirviendo la mesa, o ambas cosas. Algunas son inteligentes, pero en realidad es porque adquieren alguna “forma fálica” y se mimetizan con los hombres.
El mundo de crianza que describe Freud, es un mundo de disputas por el poder de lucha intergeneraciones.
Respeto a Freud, pero no me gusta nada de esto. No me explica la clínica en particular y el sufrimiento humano en general. Y tampoco me explica una forma sana de ser humano. No hay teoría de la salud psíquica en Freud.
Otros autores dan mejor cuenta de todo esto. Por ejemplo Kohut. El propone pasar del “hombre culpable” al “hombre trágico”. De Edipo a Ulises, que es el contra mito con el que explica la salud psíquica (Estos días he estado releyendo el artículo póstumo de Kohut, “Introspección, empatía y el semicírculo de la salud mental”, y le propongo al lector que aborde éste texto).
Para Kohut no hay lucha entre instintos, entre Eros y Tánatos. Solo hay interferencias en el desarrollo potencialmente remendables.
Y esas interferencias van del adulto hacia el niño y no en sentido contrario.
¡Por favor! Es Layo el que manda perforar los pies de su pequeño hijo y trata de destruirlo.
¡Es el padre de Sabina el que la castiga y humilla siendo ella una pequeña niña indefensa!
¿Y las fantasías? Por favor, no hay fantasías en el relato de los pacientes, Lo que puede haber, sin duda con frecuencia, son distorsiones defensivas del relato que intentan atenuar la angustia que los invade.
¿Qué me cargo a Freud con esto? Tal vez, pero no para ganar poder en asociación alguna, sino para entender mejor mi clínica y ser más eficiente con quienes me consultan.
(Jung disputa el poder de Freud. Quiere llevar el psicoanálisis a otros ámbitos que yo también juzgo inadecuados. Freud defiende la pertinencia de su novel ciencia, de un modo u otro el enseña que hay explicaciones para nuestro sufrimiento y el de los otros que se nos escapan. El sabe que esto molesta. Se queda pegado a la clinos (cama/diván) del que sufre. Desde ahí formula su teoría, aunque, insisto, la creo equivocada en aspectos centrales. Pero no deseo ahora extenderme en este tema).
El bebé nace dispuesto a nutrirse de sus adultos significativos, en un contexto de ternura relacional y de fortaleza creativa. Si la ternura es negada, la sexualidad en la que el niño se construye, va a fragmentarse, va a desviarse y no logrará acceder a un erotismo sano, genuinamente placentero. Y ese erotismo enfermo, caso mezclado con la muerte (como propone Sabina) será una forma (fallida) de defenderse de la angustia que el registro de severas fallas empáticas de sus progenitores, le produce.
Y si esa fortaleza se reemplaza por interacciones de confrontación, de competencia, surgirán la violencia y/o la sumisión como formas de expresión de fallas en ese aspecto.
No obstante, los errores en la crianza, compleja y esforzada del cachorro humano, son inevitables. El problema es la dosis, la magnitud de esos errores.
Kohut no niega esto y habla, justamente, de “frustración óptima” como el motor del proceso de individuación, de crecimiento, de cada individuo.
Los terapeutas también cometemos, inevitablemente, errores. Y otra vez es cuestión de magnitudes.
Sabina acepta la propuesta de Jung, de contar su historia. Un poco porque no le queda otro remedio (está encerrada en un “loquero”, pulcro y suizo, pero loquero al fin) y otro poco porque encuentra en Jung un referente valioso. Jung la contiene sin reprimirla. Enseguida registra la valía de la joven y le devuelve, en el brillo de sus ojos esa valoración que la conforta.
Y la psicoterapia, con forma de incipiente psicoanálisis freudiano, echa a andar. Y Sabina mejora. En este momento Jung es un Freudiano ortodoxo.
La sexualidad gana el centro de la escena.
“¿Es virgen? ¿Está Ud. seguro?” – pregunta Freud en su consultorio, impecablemente recreado en esa Viena exuberante de la época que contrasta con la sobriedad de los ambientes suizos.
Jung no escucha el relato completo de su paciente. Su modelo teórico no se lo permite.
Sabina es clara.
Cuenta la brutalidad de su padre: “Perdía con mucha frecuencia los estribos” dice la versión en español de la película y luego la reiterada humillación del beso de las manos perpetrada por el patriarca implacable. Violencia destructiva, disfrazada de crianza.
Y su cuerpo se moja del sudor del miedo. Y luego “se moja”, aun antes de subir al cuarto donde se reitera la tragedia.
Jung escucha sólo la segunda parte. Ahí está la histérica, que confirma la teoría.
Layo, una vez más es absuelto de culpa y cargo. Yocasta ni aparece, siempre cómplice, siempre ausente.
Los pies perforados de Edipo, son otra vez soslayados.
El analista “no le cree a su neurótico”, como Freud enseña.
¿Por qué se enferma Sabina? Porque se excita sexualmente con su padre en una posición masoquista.
Eso les pasa a los niños malos. Sabina es una niña mala, pero bella e inteligente.
Jung se equivoca. Lee mal la escena… No del todo, el reconoce los valores de Sabina. Eso, y sólo eso, creo yo, basta para sacarla del loquero.
Jung termina yéndose del loquero. No importa por qué pero el no es de ahí. El intenta un modo diferente de curar. La palabra y la relación (aunque de esta última no tiene demasiada conciencia).
Pero volvamos a su modo de entender a Sabina.
Jung tiene problemas. ¿Quién no? Su matrimonio es conveniente pero aburrido. Y parece “faltarle análisis personal”. Bueno, en la película el que se acerca a cumplir esa función es el inefable Otto Gross. Exímame el lector de extenderme sobre este personaje magnífico. Vea la película si no la vio, y si lo hizo, recuérdelo. Sólo una frase traeré aquí que dispara a Jung a la casa de Sabina para aceptar su propuesta erótica: “No deje de beber en ese oasis” le dice el bueno de Otto. (2da tópica pura, el Ello en vivo y en directo).
Sabina ya lo había invitado. Jung era todo para ella, como lo había dicho su padre. Faltaba consumar la escena del erotismo mortal y humillante, y ambos se prestaron, entusiastas, al juego.
Fracaso terapéutico. Freud se lo enrostra. Jung no contesta, pero el que calla otorga. Y va por el cetro de su maestro.
Juntos cruzan el océano para “contagiar la peste”. Pero Freud no se rompe. Estaba creando una corriente de pensamiento insoslayable para todo Occidente. Menuda tarea como para no ser extremadamente cuidadoso. Vuelvo a admirar a Freud con intensidad, una vez más de tantas en la película.
Jung debe matar al padre. Y de alguna manera lo hace. Después de todo, el nació Freudiano.
Pero permítanme volver a Sabina.
Déjenme jugar con la idea de que me pide un turno. (*) Que quiere tratarse conmigo. Que tiene algún reparo. Le dijeron que no soy Freudiano y menos Lacaniano.
Sabina tiene cerca de cuarenta. No la mataron los nazis, porque también podemos jugar a que ese horror no ocurrió, ni nunca va a ocurrir.
Le propongo un par de entrevistas para conocernos.
Me cuenta su historia. Vuelve a angustiarse al recordar las manos de su padre que la castigaban. Me confiesa “su pecado”. Se excitaba. Se acababa.
Yo me sonrojo, no puedo evitarlo. Sabina lo nota. Estamos frente a frente. Ya casi no uso el diván.
Me cuenta su culpa infinita. Mortal. Me cuenta que para ella el sexo es la muerte.
“Es una niñita triste y asustada”, pienso. Se me va el rubor. Sabina se serena.
Y yo le digo: “Sabe Sabina, lo que Ud. me cuenta es tremendo. Imagino su sufrimiento, atrapada en ese modo de su padre. Y sabe que creo, que cuando Ud. empezó a sentir excitación sexual, encontró una manera de tener menos miedo y de atenuar el horror que debía producirle lo que le hacía su padre. ¿Qué otra cosa podría haber inventado una niñita sola e indefensa? A su manera, fue muy valiente. (Diluyo lo sexual. ¿Para qué voy a seguir concentrándolo y aumentando su toxicidad en el presente? Le creo a Sabina y creo lo que elijo decirle).
Sabina abre sus ojos azules y me mira intensamente.
– “¿O sea que Ud. no cree que yo tenga la culpa de haber sentido lo que sentí, que me daba tanto gusto y tanta culpa al mismo tiempo?”
– – “No, no lo creo…”.
– “Pero Dr. ¿Que diría Freud si escuchase que Ud. me dice esto?
– “No lo se, pero déjeme pensar que tal vez sin estar de acuerdo respetaría mi intento de jugar con integridad el juego que él nos enseño. A Ud. también se lo enseño. ¿Somos colegas no?
Y tal vez me diría lo que le dijo a Ud. cuando le explicó su teoría del sexo, del yo y de la muerte. “Interesante, no estoy de acuerdo, pero voy a pensarlo… “Eso le dijo Freud”.
Sabina sonreía complacida.
Pero de pronto su rostro volvió a ensombrecerse.
– “Sabe Dr.? Hay algo que me avergüenza contarle. Pero a su vez no me arrepiento de haberlo hecho”.
– “Mire, vergüenza y desvergüenza, por si o por no, son dos emociones poco útiles dentro de un consultorio”.
– “Yo fui paciente del profesor Jung… lo conoce?”
– “Se de su prestigio, pero conozco su obra muy superficialmente. Por estos lados, en el sur del mundo, casi no la enseñan”.
– “Era un hombre extraordinario. Me ayudó mucho en mis peores momentos. Lo amé con intensidad. Pero ese amor, que de alguna manera fue, creo, mutuo, nos convirtió en amantes. Yo se lo pedí, y yo le pedí que me castigase, como lo hacía mi padre…
Sentí mucho odio hacia él cuando quiso dejarme. Hasta lo lastimé con un abrecartas…
Sabina cubre su rostro y llora con intensidad desconsolada.
Poco a poco se va calmando. Vuelve a mirarme, siento que espera una especie de veredicto de mi parte.
Algo me enoja con Jung. Pienso “pelotudo, le complicaste más la vida a esta pobre y seguro que vos también te la complicaste”. Por un segundo aparece Otto en mi consultorio, y ambos miramos el escote levemente abierto de Sabina. Sus senos pequeños se adivinan en los pliegues de la blusa. Otto me hace un guiño cómplice pero se desvanece enseguida y yo puedo empezar a contestarle: “Sabe Sabina, creo que este trabajo nuestro es difícil y creo que el profesor Jung se equivocó al aceptar su propuesta. Ud. es bella e inteligente, eso debe haber perturbado al profesor pero no justifica su error que, entiendo, fue grande, peligroso. Podría haber malogrado todo lo bueno que él hizo. Y Ud. también tomó mucho riesgo. Inútilmente. Es bueno que entienda esto, porque si no su padre sigue teniendo fuerza en el presente.
– El Profesor Jung nunca aceptó que el tenía que pensar en algún lugar lo que le pasaba. El Dr. Freud decía que había que hacerlo. Psicoanalizarse. Eso nos indicaba a todos.
– Tal vez por ahí estaría el tema… lo seguiremos conversando la próxima. La acompaño hasta la puerta. Permítame
Sabina se pone su abrigo y bajamos despacio las escaleras de mi consultorio
De pronto se da vuelta y me dice:
– ¿Ud. se ha analizado Dr.?
– Y si, como veintipico de años, y a veces creo que voy a tomar otro período de análisis.
– ¿Tanto tiempo? ¿Pero Ud. no es el que anda con las Psicoterapias breves?
– Si mi querida, todo lo breve que sean posibles…
(*) (Una especie de “Media noche en París” de W. Allen pero al revés. En vez de ir yo para atrás que venga ella. Creo que la mejor época es la que uno vive).