por Dr. Ernesto Rathge, psiquiatra. Director Médico de Red Psicoterapéutica.
Mis mayores augurios de bienestar para estas fiestas y para el año 2011.
(Adjunto unas reflexiones que escribí hace un tiempo sobre la Navidad que, como me gustan muy especialmente, deseo compartirlas).
En la región de Dikika, Etiopía, continente africano, un grupo de paleontólogos del Instituto Max Planck de Alemania produjeron un extraordinario descubrimiento científico que permite conocer más acerca de nuestros orígenes.
Enterrados en la arenisca del cauce de un viejo río, hoy seco, hallaron los restos fosilizados de una niñita de 3.200.000 años.
El “Bebé de Dikika”, que así dieron en llamarlo, pertenece al linaje de los Astrophitecus Afarensis, ancestros del hombre que habitaron el África entre 6 y 2 millones de años atrás.
De la cintura para arriba la bebé se parece bastante a los monos, con hombros y brazos capaces de permitirle trepar a los árboles con facilidad. Pero de la cintura para abajo es muy parecida a nosotros, y el único piecito hallado muestra la posibilidad de bipedestar, es decir de desplazarse caminando erguida. El pulgar del pié esta atrofiado en comparación con el pulgar de la extremidad inferior de un mono. Esto es muy interesante, porque el mono puede flexionar su pulgar y así, cuando pequeño agarrarse fuerte de la cintura de su mamá que lo transporta colgado de su espalda. Esto le otorga a la mamá mona una gran movilidad; puede colgarse de los árboles para desplazarse y, en gran autonomía, proveerse ella misma de los alimentos necesarios para sí y para su hijo.
Pero un homínido (como el bebé de Dikika o un humanito actual) no puede colgarse de la espalda de su madre. El pulgar pequeño de su pié y la planta extendida se lo impiden. La mamá debe cargarlo entre sus brazos, hacerle “upa” y como consecuencia de esto podrá “verlo” más, podrá acariciarlo más, intensificar la ternura de la relación con su pequeño.
Notable, una pequeña diferencia anatómica, fruto de la evolución, es decir la atrofia del pulgar y el alargamiento del pié para caminar, cambian el modo de estar juntos para la mamá humana y su bebé.
Pero los “brazos y manos ocupados”, le restan a esa mamá autonomía, la hacen más dependiente de su ambiente. Particularmente de su pareja que debe proveerle comida y cuidado, para ella y para su bebé.
Nuestros ancestros debieron estar muy juntos para “criar” su cría. Y nosotros también, ésto no ha cambiado.
Y allí surge la familia humana, en torno al crecimiento y cuidado de los niños, con la emocionalidad propia de los mamíferos que somos, con el poderoso constitutivo de la ternura. Porque lo que distingue a lo humano no es la violencia o la indiferencia. Por el contrario, es la
emoción amorosa que se expresa en nuestra necesidad de encontrarnos, de estar juntos.
La familia humana se constituye entonces a partir de la mujer y su bebé. El hombre debe aprender a quedarse cerca y la biología lo ayuda para ésto. Está demostrado que durante el período de lactancia de su hijo, en el padre disminuye la secreción de testosterona, hormona
masculina por excelencia que prepara para la acción y la fuerza propio de lo masculino y aumenta la secreción de oxitocina y prolactina, hormonas femeninas que sostienen la lactancia en la mujer y que los científicos llamaron “hormonas de la ternura”.
Quienes trabajamos en el ámbito de las problemáticas de salud y enfermedad mental sabemos de la importancia de todo esto. Pues cuando, por los más variados motivos, esta disposición esencial que como se ve no sólo es una opción cultural, sino que, está enraizada en lo más profundo de nuestra biología, es soslayada, surgen graves problemas que se expresan en las distintas formas de sufrimiento
psíquico que, en no pocas ocasiones, acompaña a la persona durante toda su vida.
La ciencia y lo religioso suelen presentársenos como discursos antagónicos. Cuando la ciencia se adjudica el patrimonio de lo racional descalifica todo aquello que no le es evidente.
Y cuando la religión se torna superficialidad vana o dogmatismo excluyente, genera oscurantismo y resentimiento.
Entonces, ambos discursos nos invitan a optar excluyendo. Pero no tenemos porqué aceptar esto. Podemos encontrar, en ambas perspectivas, orientaciones que mejoren nuestro vivir y el de nuestros semejantes.
En pocos días, millones de personas en el mundo celebrarán la Navidad. Se conmoverán ante lo que ellos sienten como el misterio del nacimiento del Hijo de Dios. Y sin que sea necesario que todos sintamos lo mismo, podemos reflexionar acerca de tal acontecimiento de enorme inscripción en nuestra cultura.
Es que la sencilla imagen del pesebre de Belén nos trae noticias de la esencia amorosa de nuestro ser humanos. Un hombre valiente, José, cuidando a su familia de la locura violenta del tirano de turno. Una dulce mujer, María, acunando a su bebé en la humildad despojada de un pesebre. Las personas sencillas del lugar convocados por la alegría de tamaño suceso acudiendo a testimoniar su afecto. Tres reyes peregrinos poderosos que se inclinan reverentes ante la magnitud de la escena entregando algo de lo mejor de sus pertenencias.
¿Es “mundano” mi relato? Tal vez, pero no irrespetuoso con lo religioso, pues simplemente convoca a una dimensión que haga un sentido diferente, más allá de la sidra y el pan dulce riquísimos e inevitables por cierto.
Entonces cada hogar podrá ser un pesebre con niños para cuidar y querer, con adultos que se reencuentren una vez más en la ternura y en la responsabilidad de hacerlo. Todos esos niños
tienen el dedito gordo de sus pies muy chiquito, como la bebé de Dikika, como el niño de Belén, como mi nieta Juanita, como mi nieta Lola, como todos los nenes del mundo…